Intro. No sé porque, pero todo tiene que tener un título. Un
nombre. Pero, ¿cuándo sabes cuál es el ideal? ¿Cuándo sabes cuál es el momento?
¿Es cuestión de mirar? ¿Es cuestión de sentir? Yo aún no sé cómo se llama esto,
y he dejado el hueco en blanco. Quizás ya tenga escrito a sangre y fuego el
nombre, o quizás nunca vea la melodía perfecta para ello…
Hace un tiempo creía en los nombres. Antes de acabar, o
antes de empezar. Pero creía en el nombre. Creía en la fortaleza de tener como
hacer llegar lo que tenías, con tan solo unas sílabas.
He puesto muchos nombres en estos años. Y siempre he tenido
poder sobre ellos. Esa placentera sensación de poderío. Viejo, Atila, Malinoi,
Amor, Roto… nombres poderosos. Con huellas. Con recuerdos. Que se escapan. Que
te inundan cuando menos te lo esperas. Algunos hasta permanecen. Pero no nos
engañemos, el poder, también lo tienen ellos.
Por eso dejé de creer en los nombres, y comencé a creer en
la fortaleza de no saber cómo llamar a la felicidad. Aprendí a vivir sin mirar
la agenda en busca de una llamada. En busca de una nueva experiencia con su
nombre propio.
Y así es como la vida pasa, sin un título al que acudir en
un mal momento, porque nunca se acabó, ni perdió. Porque el nombre vuela y
busca su momento. Y es por eso que ya nada volverá a tener el sabor de una
dulce canción, porque ya no se deja ver; se deja vivir.