Y la poseyó. Así comenzó su andadura por las interminables
llanuras de la felicidad. Ni siquiera sabía que todo aquello existía, pero ya
lo estaba disfrutando. Creía que era suyo. Lo veía, lo tocaba, lo poseía. Se lo
creyó.
Como un volcán en erupción, la lava caía por todas las
partes de su campo de acción. Arrasaba con toda la tierra, hierba, árbol y ser
vivo que se encontraba a su paso. Pero el tiempo pasó y todo se regeneró.
Volvió, porque todo se transforma. La vida había crecido de nuevo en su ser.
Estaba tan cercana y era tan suya, que tenía un nombre especial en cada rincón.
Una acción, una experiencia.
Todo era nuevo, tan nuevo que se perdía entre los nuevos
callejones. Entre las nuevas borracheras. Entre las nuevas cervezas. Donde
antes había un semáforo, ahora había una rotonda. Donde antes había una casa,
ahora había un bloque de pisos. Donde antes había un desierto, ahora había una
pradera verde azotada por la suave brisa.
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