jueves, 28 de agosto de 2014

Intro. No sé porque, pero todo tiene que tener un título. Un nombre. Pero, ¿cuándo sabes cuál es el ideal? ¿Cuándo sabes cuál es el momento? ¿Es cuestión de mirar? ¿Es cuestión de sentir? Yo aún no sé cómo se llama esto, y he dejado el hueco en blanco. Quizás ya tenga escrito a sangre y fuego el nombre, o quizás nunca vea la melodía perfecta para ello…

Hace un tiempo creía en los nombres. Antes de acabar, o antes de empezar. Pero creía en el nombre. Creía en la fortaleza de tener como hacer llegar lo que tenías, con tan solo unas sílabas.

He puesto muchos nombres en estos años. Y siempre he tenido poder sobre ellos. Esa placentera sensación de poderío. Viejo, Atila, Malinoi, Amor, Roto… nombres poderosos. Con huellas. Con recuerdos. Que se escapan. Que te inundan cuando menos te lo esperas. Algunos hasta permanecen. Pero no nos engañemos, el poder, también lo tienen ellos.

Por eso dejé de creer en los nombres, y comencé a creer en la fortaleza de no saber cómo llamar a la felicidad. Aprendí a vivir sin mirar la agenda en busca de una llamada. En busca de una nueva experiencia con su nombre propio.

Y así es como la vida pasa, sin un título al que acudir en un mal momento, porque nunca se acabó, ni perdió. Porque el nombre vuela y busca su momento. Y es por eso que ya nada volverá a tener el sabor de una dulce canción, porque ya no se deja ver; se deja vivir. 

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