Siempre relucía ese preciso y precioso brillo en el mismo
momento. Sus ojos volaban a otro lugar, no veían lo que miraban, sin embargo
veían lo que querían vivir.
Y así, sentada en aquel parque, mientras recibía las
caricias de una suave brisa, admiraba un estanque en el que las pequeñas
burbujas eran el síntoma de la vida. En el que los pequeños gorjeos penetraban
en sus oídos a la vez que se cortaban entre el picoteo de una pequeña hogaza de
pan. Los silbidos, también estaban presentes, aunque no siempre para el mejor
amigo del hombre. Y así es como ella desapareció.
De pronto estaba en otro lugar. La oscuridad se adueñaba de
su atrofiada capacidad de visión. Estaba en aquella maldita habitación. Llevaba
tiempo sin volver. Pero volvió a caer. Estaba delante de él, cuando esa voz,
aquella maldita voz que solo ella podía escuchar, la llamó. No sonó ningún
nombre, no era preciso, estaban ella y él. Él y ella. Y entonces volvió a
desaparecer, pero no por completo, se perdió la parte que él se llevó durante
dos eternos minutos. La dejó sin aliento, la dejó sin identidad.
Volvió a abrir los ojos y se encontró desnuda. Estaba en la
cama, su cuerpo no respondía, parecía destrozada, pero su mirada y su sonrisa,
no engañaban a nadie. Podría haber gritado: ¡felicidad! En ese mismo instante,
pero tampoco tenía esa capacidad que le permitía hablar por los codos. Solo le
quedaba vivir en ese instante.
Y sin ver nada más, lo supo, las tenía guardadas. Aquellas
malditas ganas de volver a sentir de verdad. Las ganas de quedarse sin aliento
y escuchar su nombre como solo él sabía pronunciarlo.
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