La luz estaba apagada, como su mirada. No sabía si era un
demonio o un angelito lo que le pasaba por la cabeza. Las idas y venidas de
ideas descabelladas siempre eran su fuerte. Pero algo había cambiado: esa
mirada.
Parecía que llevaba montado en la noria más grande del mundo
toda la vida, y es que terminaba avistando, desde las alturas, los mismos
lugares, igual de lejos. Pero el tiempo pasaba, y algo había cambiado: estaba
apagada.
Sin cobertura y sin el tacto suficiente de las situaciones
delicadas, algo explotó. No era más que un caballo desbocado hacía lo que
siempre había ansiado; libertad. Era el ave fénix que resurgía de sus cenizas.
Era la esperanza disfrazada de fantasma. Era la nostalgia violeta. Era él. Ese
niño que un día dejó a medias un bocadillo de nocilla y que ahora desayunaba
churros.
Y con los ojos cerrados, sin la luz suficiente para decidir,
decidió.
Los pétalos de la flor más hermosa del mundo descansaban en
el suelo. Jamás se levantarían de ahí. Estaban en su sitio. El viento decidió
cual era. Y él, ese famoso engreído que luchaba contra sí, y a favor del
viento, encontró el suyo. Agachó la mirada y decidió acoger en su ser cada uno
de esos pétalos que la vida le ofrecía, y sonrió, tanto, que su mirada se
apagó.