El revoloteo se hacía notar en el interior. Rozaba con sus
forzadas alas en todos los lados. Se erizaban todas las partes de su cuarto.
Pero ni las murallas, ni la piel de erizo hacían daño al suave revoloteo.
Volaba por encima de todas las cosas, lo veía venir. Y llegaba más lejos que
nadie. Podía atravesar puertas, ventanas, pero estaba especializado en muros.
Es un arte difícil de encontrar e imposible de practicar. Es una maldita
debilidad que se escurre entre los peores pesares. Entre las cloacas de los
sentimientos. Entra sin ser vista, deslizándose en la noche, entre las sombras
de una vida que se acaba.
Mientras, en el otro lado del mundo. O en el otro lado de la
habitación. O quizás en ninguna parte. Ese mismo revoloteo ha reaccionado en
cadena, y ya huele las consecuencias. Recorre desde las alturas, sin mojarse en
las aguas del deseo, toda la cuenca del río quiero
y no puedo. Se estampa contra las paredes de una habitación encadenada.
Atraviesa los sentimientos de por vida y siempre quedará el recuerdo grabado en
los arañazos de unas alas que se aferran a la libertad de elegir.
Y ya van doscientas palabras, y otros tantos revoloteos,
entre palabras y palabras, pero ninguno será más positivo que el que se produce
entre la mirada encontradiza de dos personas que nunca creyeron en el destino
de volar juntos.
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