Una pequeña nota de amor rompía la piedra más hermosa del
mundo. La espada salía del agujero que había causado esa sensación anterior, y
que se derramaba entre grandes ríos de oscura viscosidad. El aire se impregnaba
de las caricias entre dos jóvenes amantes. El arte del engañoso placer hacía
volar, cual papelina, las horas de dos creyentes. Los besos se sucedían como
cascadas de sabiduría. Todos podían contemplar con los ojos vendados la
verdadera delicia de abrir y cerrar.
El momento no dejaba de ser el mismo. Ese que no acaba entre
el bien y el mal. Ese que se queda estancado entre melodías en tus oídos de
recién enamorada. La miel sobresalía entre todas las cosas. El dulce sabor a
promesa. La falsa mentalidad del comienzo. Y todo rodó hacía un destino
escrito.
Él, ella. La verdadera cara del amor llegó el día menos
esperado. Tenía muchas, y todas se convirtieron en piedra. Chocaron entre
ellas, no se rompieron, tan solo cambiaron de dirección y volvieron a chocar
con otras piedras en el camino. La historia de nunca acabar. La historia del
amor.
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