No estaba en su sitio. Nada lo estaba. Miraba a su alrededor
y todo había quedado alterado. Y es que todo había comenzado. No quería darse
cuenta, porque lo que tenía era tan distinto, como el comienzo pasado.
No estaba seguro. Estaba perdido en un mundo al que tanto se
había acostumbrado, no ahora, no nunca, sí siempre.
Y estaba ahí. Como siempre. Era un final. Una decisión. Una
promesa. Dejarse caer…
La fuerza de lo alterado siempre se mostraba en cada mirada
en rededor. En cada segundo que no quería pensar. En cada momento en el que los
ojos se cerraban y veía lo que guarda bajo llave. Miedo. El miedo se había
apoderado. Las ganas de no sentir más se habían adueñado de algo que siempre
vuelve. Y sí, había vuelto.
Ya lo tenía dominado, y se acercaba el final. Justo entonces
se dio cuenta de que nunca se está maldito ante lo escrito. Pero era demasiado
tarde, y esperó. Esperó tanto, que todo se desmoronó. Pero la caída no era suya,
era interior. Y sí, una sonrisa y una pequeña congoja, habían acabado con los
siglos de construcción. Había comenzado el principio de algo que nunca había
acabado, porque ese día aprendió lo que más importa: las ganas de que nunca
acabe.
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