Mi yo decidió por mí. Se desperezó de tal forma que mis
brazos rozaron el cielo. Llegaron más allá de las nubes, esas que vuelan entre nuestras ilusiones. Creció hacía abajo una forma de ver la vida que enraizó con
una nueva idea al otro lado del mundo. Y comenzó a seguir los pasos que no
estaban escritos.
Parecía como si un camino de nenúfares se abriese a su paso.
Gota a gota se desesperaba su plumaje. Cuando parecía que se acostumbraba a ver
caer desde el cielo todas esas historias en forma de agua, que nunca le calaban,
intentó volar, y en ese momento se dio cuenta de que no todo se puede. Estaba
mojado, y el agua, siempre va para abajo, como sus ganas de volar. Estaba
anclado a esa nueva necesidad de mojarse. De luchar contra el frío, día sí, y
día también. No era el momento de iniciar esa huida al cielo hacía una libertad
que quizás fuese tan brillante como el sol.
El niño que jugaba con rayos en el día a día, ahora quería
esperar bajo la lluvia. En esa tremenda oscuridad que sentía y veía, más horas
de las necesarias para soñar, se sentó para descubrir como una historia no se
escribe en el futuro. Era la hora de quedarse lejos de lo que tenía más cerca,
era el momento de que se rompiesen todas las ventanas y entrase el agua para
limpiar la espera.
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