Una sombra acechaba en las tinieblas. La vida pasaba entre
rayos de luminosidad, pero ella se quedaba siempre en la penumbra, entre el
pensamiento y la decisión. Entre la oportunidad y el último tren. Pero las
sombras, con la luz del día cambian. Y tras 30 días de oscuridad, la luz
penetró en lo más profundo de unas tinieblas que eran inevitables, pero también
pasajeras.
La luz no es para siempre, tiene fecha de caducidad, pero
también es constante y llega cuando menos te lo esperas. Te amenaza y recupera,
hasta el punto de dejar de esconderte en las esquinas, tras los coches o la
farola menos ambientada de la calle.
La sombra danzó y danzó. Retumbó en los oídos de los demás,
e incluso se imaginó de pie, junto a la estatua de alguien importante. Ya no
daba más de sí, hasta que se encontró. Miles de kilómetros, ríos, caminos,
piedras en esos caminos, indecisiones y vueltas por las glorietas más largas
del mundo. Se perdió a sí misma, se recuperó y volvió al inicio. Comenzó a
recorrer una y otra vez el camino andado. Intentó volver a vivir los mismos
momentos que ya había vivido. Las mismas personas. Los mismos lugares. Los
mismos detalles. Pero entonces se dio cuenta de que no se había movido del
sitio. Soñó con la luz. Soñó con salir de un lugar que no era el suyo. Pero no
se movió. Estaba destinada al lugar de las sombras, allí había nacido y allí
debía de permanecer. Pero no todo está escrito, y con tan solo mirar a los ojos
del lugar oportuno, gracias a la claridad de una sonrisa esperanzadora, la
gente cambió. Ya no era todo igual. Nada se parecía a lo que tenía en su vida
anterior, nada se parecía a lo que había sido…
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