Por encima del hombro se alegraba de mostrarse aquella especie de bienvenida. Era una luz que resplandecía, se mostraba en ráfagas y jamás era permanente. Iba y venía a su aire.
Una sonrisita picaresca daba aún más brillo al cuadro. En él, sonaba el desperezar de la raza humana. Había una especie de sentimiento por encontrar la más escondida de las gracias.
Se escuchaba como las sábanas se despegaban de la piel sudorosa. Había dejado marcas, y no solo en forma de sueños. Lo había disfrutado y lo había descansado, pero nunca lo había vivido.
Estaba sedienta y necesitaba hacerse con la presa que más le gustaba. Tenía hambre y buscaba desesperada como acabar con aquel agujero. No había forma de saciar aquel cuerpo rebelde.
Caminaba despistada por todos aquellos rincones inhóspitos. Entre vigas de madera, y telarañas. Entre segundas piedras y ríos de plástico. Entre la razón de ser, y la de querer(te).
Se abrazaba a la esperanza de seguir en el mundo de los vivos. En un mundo en el que el poder de sentir se queda entre tus brazos y los míos. Entre un tú y yo, que siempre fue imaginario.
Y se despedía. Se iba sin haber logrado nada un día sí y otro también. Pero allí volvía a salir al día siguiente. Era esa chispa que nos hace ser especiales. Era lo que te hace grande. Eras tu mismo.