sábado, 25 de octubre de 2014

El dolor del viento

Cuando algo es constante se escenifica en las variables que representa en cada paso que da. En algunos sitios no existe la constancia, se lleva más lo que no se espera. Desde la sonrisa, hasta llegar a la hora aburrida que pierdes en un sueño, o que ganas en la idea de viajar mañana a tu rincón preferido. Pero ni la constancia ni lo que no esperas gana a lo que de verdad importa,  y es que cuando tienes cerca el dolor sabes mejor que es lo que hay que ganar.

Las palabras se las lleva el viento, ese constante e inesperado zumbar de huellas que llegan y se van, como el que no quiere la cosa. No es que nada se haya ido aquí, no es que nada haya llegado, es que todo permanece. Así es como funciona el viento. No está, no se va, se queda llamando a tu ventana. Alterando tu mechón de pelo favorito. Te susurra al oído en los días más oscuros. Se sincera y deja caer lo que siente. Ni el dolor reflejado en gotas de lluvia, ni la felicidad en cada rayo de sol, o la melancolía cuando deja caer las hojas de los arboles, lo hacen huir. Él permanece, no le importa el dolor, no le importa quién lo reciba, siempre está.

Un reflejo de lo que permanece cada día debería de ser la sonrisa en la cara del dolor. En la cara del viento, la que siempre es constante. 

sábado, 11 de octubre de 2014

Al final del camino

Estaba sentado, demasiado, hasta para ser él. Esperaba que todo lo que había recorrido se quedase atrás. Como si lo ya andado no pudiese recorrerse otra vez. Ya había vivido todo aquello y no creía en resurrecciones. Había dejado de creer. Había dejado de tener esperanza en los espíritus libres. Había comenzado a desesperar hasta a las piedras. Éstas estaban unidas a él y no las quería soltar. El peso que llevaba era más grande de lo que nadie podía imaginar y atenazaba cualquier intención de grieta.   

No seguía ninguna intención en especial. Tan solo estaba con esa mirada perdida en una despedida que no había dejado escapar más que suspiros. Hasta comenzaba a ver una nueva vida que llamaba a una puerta con gotas de lluvia. Pero seguía sentado. Los pasos que quedaban en sus gastadas botas no salían. No había distancia que no supiese recorrer con esa mirada que dejaba pasar todas las esperanzas de resurgir una vida de caminos enterrados.

Casi había dejado de esperar sentado, en ese final, cuando llegó una despedida distinta. Aterrizó en su asiento una especie de lazo rojo que ataba de nuevo esas botas desabrochadas. No se había fijado hasta ese momento. Estaba demasiado perdido en esa oscura sensación. Desde entonces no dejaba de creer en la maldad, pero no se había dado cuenta de aquello. Esperaba hasta llegar el momento idóneo, pero no quería mirar dentro de la zona sin luz.     La había imaginado, pero no la había visto y estaba tan lejos... cuando alzó la vista y la tenía.
Arriba del todo, estaba el final del camino, con la luz que solo puede dar una sonrisa.


jueves, 2 de octubre de 2014

La lección de Abril

Como en las mejores películas suena una preciosa sonrisa en la habitación. No es más que una pequeña jovencita que ni si quiera habla. Pero dice mucho más que todos los demás. Representa todo de una forma clara y concisa. Muchos deberíamos aprender de la más sana juventud para hacernos entender. En un momento delicado, muchos callan. Otros mienten. Algunos huyen. Hay quien dice la verdad. Pero ella llora. Se destroza algo por dentro que le dice que eso está mal y lo expresa sin rodeos. Lección aprendida.

Pero hay algo mucho mejor que eso. Y son las cosas que le gustan. El gusanito de turno. Las caricias por su delicado y suave cuerpo. Las cosquillas. Su chupete. Que la mimen. Que la lleven a la calle. Cuando algo de ello le falta, ella pide más. No pregunta. No quiere el permiso de nadie. Quiere lo que le gusta y lo pide sin más. No da rodeos. Lección aprendida.

La sonrisa ilumina su rostro cuando tiene lo que quiere, lo disfruta y lo demuestra alegrando a todos los que la rodean. Es un tesoro en bruto. Más adelante, ese tesoro debería de pulirse y ser más grande aún, pero no. Con el tiempo dejará de pedir lo que le gusta para dar mil y un rodeos. Molestará cuando esté bien, por el simple hecho de no creérselo. Se sentará a esperar, y se le olvidará que cuando algo te gusta, debes de pedirlo.

Aprendemos de pequeños lo que desaprendimos de mayores.