Cuando algo es constante se escenifica en las variables que
representa en cada paso que da. En algunos sitios no existe la constancia, se
lleva más lo que no se espera. Desde la sonrisa, hasta llegar a la hora
aburrida que pierdes en un sueño, o que ganas en la idea de viajar mañana a tu
rincón preferido. Pero ni la constancia ni lo que no esperas gana a lo que de
verdad importa, y es que cuando tienes
cerca el dolor sabes mejor que es lo que hay que ganar.
Las palabras se las lleva el viento, ese constante e
inesperado zumbar de huellas que llegan y se van, como el que no quiere la
cosa. No es que nada se haya ido aquí, no es que nada haya llegado, es que todo
permanece. Así es como funciona el viento. No está, no se va, se queda llamando
a tu ventana. Alterando tu mechón de pelo favorito. Te susurra al oído en los
días más oscuros. Se sincera y deja caer lo que siente. Ni el dolor reflejado
en gotas de lluvia, ni la felicidad en cada rayo de sol, o la melancolía cuando
deja caer las hojas de los arboles, lo hacen huir. Él permanece, no le importa
el dolor, no le importa quién lo reciba, siempre está.
Un reflejo de lo que permanece cada día debería de ser la
sonrisa en la cara del dolor. En la cara del viento, la que siempre es
constante.