Lo dejaba crecer, como si dejándolo solo fuese a funcionar. No le había enseñado a hablar, ni a caminar. Lo alimentaba con aire, y lo disfrazaba con los mejores ropajes.
Él seguía creciendo alejado del respirar. En un atardecer que susurraba esperanza. En la confección de creer en la lejanía, sin esperar que el límite acabase algún día. Estaba en ese rincón al que cada noche uno huye a esconderse del miedo. Era un lugar seguro, caliente y sin salida. Allí estaba solo, aunque en ocasiones oía voces.
Nadie le había enseñado a hablar, pero un día comenzó a confeccionar una idea. El rincón, seguía estando escondido, pero pasó a tener nombre, y la seguridad creció, a la vez que la realidad se falsificó. Acababa de nacer su Sueño.
Los momentos de soledad y seguridad crecieron con el tiempo, a la vez que Sueño fue aprendiendo más y creando mejor aquel mundo. Pero todo tenía una larga sombra, y el tiempo nunca paraba.
Un día, la luz se apagó. Los vientos dejaron de soplar. Y Sueño salió a la calle, se olvidó de rincones escondidos y de seguridades, y apostó por el miedo y el frío, corrió hasta el límite y consiguió que todos hablasen.
Aprendió a andar y llegó a convertirse en la sonrisa de un soñador.