El viejo caminante siempre buscaba un lugar en el que sentarse para poder admirar lo que representaban esas escenas por las que intentaba pasar sin dejar rastro. Escenas de las que tomaba todo su poder para crecer con un futuro y su esperanza.
En esa trayectoria se detuvo, con el número dos marcando la pauta, y se encontró con dos bancos en una tierra prometida. Esta vez el amor reflejaba en rojo la esperanza futura. Vio que en cualquier lugar puede descansar agarrado de la mano. En un sentido estricto, ese que deja un cielo azul, nubes que dibujan todo lo que significas para alguien, ese todo uniforme que se deja ver sin ser descifrado, mas que por la mirada de quien ama. Con el paraíso acariciado por una suave brisa que nace en cada una de tus sonrisas. Esas sonrisas que el amor roba en cada momento y que lanza a los cuatro vientos para que la naturaleza crezca tan bella como el lazo entre vosotros dos.
Y todo se iluminó al saber que en el camino siempre puedes encontrar sentimientos más allá de aquellos de los que huyas. Porque el poder de lo que encuentras radica en el lugar en el que estés viviendo, ese interior que te permite volar más alto o más bajo. Que te hace vibrar, llorar o reír con la persona que está detrás tuya, en una sombra de lo inesperado, agarrando tu mano con la sonrisa que le diste.
El caminante se dejó llevar por esa sensación de paz, alegría y bendición para hacer que más lazos de la misma madre naturaleza crecieran a lo largo de su camino, y así dejó que las puertas del vacío se cerrasen tras de sí, dejando el hueco perfecto en el paraíso de los bancos con amor propio.
Stanley Park, por Aitor Cabero |
No hay comentarios:
Publicar un comentario